Bordes dentados





















Trazar el contorno de la sombra proyectada sobre la pared del amante que partirá, he ahí el gesto que inaugura la pintura, según Plinio el viejo. La representación artística occidental surge así bajo el signo de una ausencia/presencia y además, se plasma “en negativo”: mito premonitorio más de lo fotográfico que de lo pictórico. Lo cierto es que a la luz de la fotografía, esa representación primigenia de la sombra circunscripta sufre un desplazamiento: ya no son necesarios dos cuerpos, el que se proyecta y el de la mano que traza, sino un sólo cuerpo y una sóla mirada para fijar los bordes de su misma opacidad, para visibilizar ese otro que se inscribe frente al yo. La aprehensión de la propia sombra es una suerte de reinvención fotográfica del autorretrato en pintura, basado en el espejo, y hereda la carga inquietante de lo especular, el factor de extrañamiento ante la imagen doble.

Bordes dentados se articula sobre este juego del desdoblamiento que la estructura en dípticos propicia.  Los autorretratos de sombra o los fragmentos del cuerpo de la autora se combinan con retazos de paisajes exteriores o domésticos, en una dialéctica de las huellas, de indicios que componen un circuito de búsqueda. Pero el fin de la búsqueda es encontrar el mapa de dicho circuito. Cartografía existencial para armar, territorios para delimitar y límites para interrogar: ¿dónde termina la luz y comienza lo negro? ¿significa ese surco en la cama una ruptura? ¿hay una frontera natural entre mi cuerpo y los elementos? En realidad el cuerpo es permeable, así lo denota su sombra, que nunca eclipsa la materia sobre la que se forma, sino que integra la textura del agua, de la tierra, de la madera, de la tela, como un cambio de piel. La mimetización puede también ser peligrosa si es excesiva, pues la vida de un organismo depende de la posibilidad que posee de mantener su diferencia, la frontera que lo envuelve, la posesión de si mismo. Por eso la silueta resiste, se cuestiona, se imprime en otros objetos, pero persiste. Bordes dentados emprende una revisión de los mecanismos de proyección del mundo interno sobre el mundo externo que opera en todo sujeto, y plantea fotográficamente la delgada línea que separa este proceso psicológico de la introyección, que supone hacer propios rasgos de aquello y aquellos que nos rodean. Y otra vez, el planteo en díptico resulta fundamental para representar esa ambivalencia entre el adentro y el afuera que sostiene la sospecha de que “yo es un otro”: sombras con máscaras.

La fotografía es el arte de acomodar los restos. Amadio crea a partir de esa premisa, escoge  huellas muy sutiles de lo cotidiano, la prueba de lo indecible que se intuye en el índice. Como si buscara detectar la gestualidad esquiva de las cosas mediante una aproximación contemplativa. La insistencia sobre algunas figuras o signos construye una encadenación de imágenes extraídas de lo doméstico. El agujero, por ejemplo, a veces como mancha de luz que horada, a veces   grieta, surco, o boca difusa del desagüe de una ducha, se instala como símbolo del pasaje de lo físico a lo metafísico, de esa continuidad entre el mundo exterior que el fotógrafo recorta y acomoda según su imaginación. Pero la imaginación no es tanto la capacidad de formar imágenes como de deformarlas. Como señala Francois Soulages al retomar a Bachelard, el objetivo de una obra fotográfica es justamente cambiar las imágenes, reunir las imágenes que la costumbre separaba, negarse a ser la memoria fiel del pasado. Porque el vocablo fundamental que corresponde a la imaginación no es imagen, es imaginario.


Majo Zubillaga